Friday, June 17, 2005

 

Constantes temáticas vargasllosianas en El Paraíso en la otra esquina

http://japonjuste.blogspot.com/
Artículo publicado en Cuadernos Canela
http://canela.org.es/
Introducción
El propósito de este estudio es mostrar la coherencia temática de El Paraíso en la otra esquina[1] con el resto de la obra de Mario Vargas Llosa, reflejada en la presencia en ella de cuatro de las más importantes constantes de la narrativa del autor. A tal objeto, me serviré de un análisis directo tanto de ésta como de sus otras obras del género así como de una revisión de algunos de los estudios más importantes que se han publicado hasta la fecha sobre las creaciones del escritor peruano.
Antes de comenzar el análisis pormenorizado, me gustaría referirme a dos ideas básicas en la creación de Vargas Llosa, las de “novela total” y “demonios”, que ayudan a comprender dos características de la misma: la profusión de temas y su recurrencia.

La novela total de Vargas Llosa
Por “novela total” hay que entender el resultado del afán de escribir una obra que sea un reflejo lo más amplio y diverso de la realidad. En palabras del propio Vargas Llosa, de perseguir una literatura “que ambiciona abrazar una realidad en todas sus fases, en todas sus manifestaciones. No puede hacerse nunca en todas. Pero mientras más fases consiga dar, la visión de la realidad será más amplia y la novela será más completa”[2].
Esta búsqueda de la “novela total” es la que lo lleva a pintar, por una parte, enormes murales humanos como La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la Catedral, La guerra del fin del mundo, La Fiesta del Chivo y ahora El Paraíso en la otra esquina y, por otra parte, el resto de sus obras narrativas, de formato y ambiciones más reducidos pero que también forman parte del proyecto global de Mario Vargas Llosa. Un proyecto en el que se podrían incluir sus ensayos y sus obras de teatro, pero que en este estudio, por razones de tiempo y de espacio, circunscribiré a su narrativa.
En todo caso, es importante destacar ese carácter de conjunto, de parte de un ambicioso plan de recreación de la realidad, que ha hecho que Boldori de Baldussi escriba: “Si consideramos esta novelística en su conjunto, como ya dijimos, veremos que configura un todo balzaciano, donde cada novela insiste sobre un período, cada una es un engranaje del mecanismo total, un cuadro que ilumina una parte del conjunto”[3].
Así, La ciudad y lo perros aprehendía la sociedad limeña en su diversidad social y racial, La casa verde mostraba la diversidad geográfica y cultural del Perú, Conversación en la Catedral transmitía el aire de toda la época de Odría, La guerra del fin del mundo nos enseñaba los tumultosos y contradictorios primeros pasos del Brasil independiente, la Fiesta del Chivo reflejaba un país bajo los efectos de una larguísima dictadura y El Paraíso en la otra esquina nos ofrece ahora un panorama social e intelectual del siglo XIX en el Perú y, sobre todo, en Europa. Pero cada una de ellas, y cada una de las otras obras menores, incluye una enorme cantidad de temas y perspectivas y es una pieza de ese mosaico mayor, la “novela total”, que es la obra de Vargas Llosa en su conjunto. Una novela, por supuesto, inconclusa e inconcluible.

Vargas Llosa y sus demonios
A pesar de que hay autores, como Williams[4], que consideran que hoy en día (para conformarse con la terminología prevalente en la crítica literaria) sería más apropiado hablar de “intertextualidad” en la obra de Vargas Llosa, creo que sigue siendo válida la idea de “demonios” para explicar la presencia de ciertas constantes temáticas en la narrativa del autor. Él mismo, en su estudio sobre García Márquez, daba una definición de qué son los demonios de un autor: “hechos, personas, sueños, mitos, cuya presencia o cuya ausencia, cuya vida o cuya muerte lo enemistaron con la realidad, se grabaron con fuego en su memoria y atormentaron su espíritu, se conviertieron en los materiales de su empresa de reedificación de la realidad, y a los que tratará simultáneamente de recuperar y exorcizar, con las palabras y la fantasía, en el ejercicio de esa vocación que nació y se nutre de ellos, disfrazados o idénticos, omnipresentes o secretos, aparecen y reaparecen una y otra vez, convertidos en “temas”.”[5]
Como se ve, la definición de demonios o temas incluye un mundo vastísimo que por fuerza tiene que ser dinámico. Con el tiempo, los demonios crecen, se multiplican y, ocasionalmente, menguan, pero casi nunca llegan a desaparecer totalmente, aunque a veces se escondan. Por eso, estudios que ya tienen décadas de antiguedad nos sirven todavía para analizar las obra de Vargas Llosa, incluidas sus últimas producciones.
José Miguel Oviedo, al abordar las raíces de su novelística se refiere a la pasión del autor por “el carácter inapelable y contundente de los actos humanos y su interacción con la naturaleza; la mostración objetiva de los procesos sociales y de los oscuros movimientos que los impulsan o deforman. Pertinazmente, sus novelas registran los agónicos avatares que los personajes sufren en determinados contextos: los vemos corromperse, fracasar, envejecer, morir; vemos cómo sus vidas soportan las grandes presiones de los medios geográficos o humanos, y cómo reaccionan a esos condicionamientos.”[6]
Por su parte, Julio Ortega, al hablar de la novela breve Los cachorros, también nos daba algunas de las claves para comprender la obra de Vargas Llosa en su totalidad: “En este más amplio círculo serán temas o tópicos de Mario Vargas Llosa la moral conflictiva, las relaciones sin solución de padres e hijos, la violencia como máscara, señalados además por la ambigüedad, por el conflicto de valores y justicia, por la opacidad de una realidad en obvio proceso de cambio.”[7]
También Armas Marcelo se refiere a algunos de los temas constantes en la obra de Vargas Llosa; aunque en este caso lo haga para referirse a una obra de teatro, La Chunga, su análisis nos sirve completamente: “...todos los ingredientes que ya aparecen como constantes de la narrativa vargasllosiana: la sociedad tribal y primitiva, la imposible independencia de la mujer, el uso y el abuso de los hombres con respecto a las mujeres, casi siempre prostituidas por el medio social en el que habitan, las prohibiciones tradicionales, los miedos psicológicos, las violencias contenidas, la sordidez”[8].
Podrían añadirse otras citas, en todas las cuales aparecen mencionados algunos de los temas más recurrentes de la obra de Vargas Llosa, pero no todos. Esto se debe a que la temática vargasllosiana no es una masa monolítica que se reproduzca como un clon en cada uno de sus trabajos. De igual modo, la realidad que intenta reflejar es caótica y su aprehensión nunca se hace a partir de discursos parciales unitemáticos, por lo que es discutible dónde comienza un tema y termina otro. Así, por ejemplo, podemos analizar el tema de la prostitución como un apartado del sexo, de la mujer, de la sociedad, del fracaso, del machismo, de la adolescencia, de la discriminación, del destino...O podemos analizarlo independientemente, dada su pertinaz presencia.
El destino, la relación del hombre con su entorno físico, los procesos sociales, el fracaso, la transgresión, la moral conflictiva, las relaciones familiares, la violencia, la ambigüedad moral, la imposibilidad de conocer, la sociedad tribal y primitiva, la imposible independencia de la mujer, las prohibiciones tradicionales, los miedos psicológicos y la sordidez son los temas esenciales que nos destacan Oviedo, Ortega y Armas, pero podríamos añadir algunos tangentes, inclusivos, incluidos o independientes de los mismos, como el clasismo, la educación, la sumisión,la explotación, el cambio, el fanatismo, la religión, el sexo, la autoridad, la prensa, la literatura, el arte, la enfermedad...
Para simplificar, en lugar de analizar uno por uno todos los temas recurrentes, me centraré en cuatro que me parecen importantes para comprender El Paraíso en la otra esquina como una novela temáticamente coherente con la obra anterior del autor. Por economía expositiva, renuncio a hacer un catálogo exhaustivo que consigne todos los temas o todas y cada una de las anteriores apariciones de un tema determinado. En su lugar, intentaré que los ejemplos sean lo más significativos posible.

El Paraíso en la otra esquina
El Paraíso en la otra esquina narra en paralelo la vida de la activista socialista francesa Flora Tristán y de su nieto, el pintor postimpresionista Paul Gauguin. A pesar de su cercano parentesco, sus vidas nunca se cruzaron, ya que Flora murió antes del nacimiento de Paul. Así pues, más allá de la escasa presencia de la abuela como referente de Gauguin, el verdadero nexo que hace de dos historias independientes una sola novela es el tema principal, reflejado en el título, de la imposibilidad de alcanzar el Paraíso.
Ambos, Flora y Paul, lo buscan con especial ahinco a partir de un período decisivo en sus vidas, la decisión de ella de dedicarse a la lucha política y de él de consagrar su vida al arte. Los dos fracasarán, ya que ni ella conseguirá hacer avanzar significativamente su utopía socialista ni él encontrará esa tierra habitada por seres humanos libérrimos y sin prejuicios donde poder crear obras maestras. La novela nos muestra la decadencia de ambos personajes hasta llegar a la muerte, el fracaso definitivo.
En los caminos vemos dos vidas llenas de contradicciones, de fracasos parciales, tanto en su vida pública como en la privada, pero sobre todo vemos dos vidas que, a partir de cierto momento, tienen un norte que les da sentido: la búsqueda de ese Paraíso que siempre queda una esquina más allá.

El fracaso en Vargas Llosa
El fracaso es uno de los temas omnipresentes en la obra de Vargas Llosa, como señala Luchting, “Casi-y repito: casi- todas las empresas humanas descritas en las novelas, narraciones y en los cuentos de Vargas Llosa desembocan en fracasos.[9]
Así, Flora Tristán y Paul Gauguin entran en una galería de fracasados vargasllosianos que inauguraron ya varios personajes de los cuentos de Los jefes[10]; luego engrosó con los cadetes del Leoncio Prado[11]; siguió aumentando con Pichula Cuéllar y sus “amigos”[12] de Los cachorros; añadió nombres como Fushía y Anselmo en La casa verde[13]; generó a uno de sus fracasados más entrañables, Santiago Zavala[14], en esa colección de frustraciones particulares y colectivas que es Conversación en La Catedral[15]; se multiplicó en La guerra del fin del mundo, con el iluso revolucionario Galileo Gall y una pléyade de militares humillados, entre otros; recibió una aportación humorística en el “escribidor” Pedro Camacho de La tía Julia y con Pantaleón Pantoja[16]; se alargó con el revolucionario Alejandro Mayta[17], el coronel Mindreau de ¿Quién mató a Palomino Molero?, con el propio Trujillo de La Fiesta del Chivo[18], y con otros personajes menores que o bien nunca alcanzan sus altos objetivos o sólo lo hacen de forma efímera y en una versión devaluada.
Dorfman ha hecho un buen análisis de la doble condición de fracasado y de buscador del personaje vargasllosiano. Por una parte, el hombre “trata de arriesgarse en algo o en alguien que le pueda garantizar su propia persistencia, la arena movediza soñando con ser roca.”[19] Pero esa búsqueda se produce en circunstancias adversas, por lo que “se transforma, finalmente, en un penitente, un derrotado, dedicado a escuchar las voces fantasmales que le lega el pasado, donde ve configurado irónicamente, como un discurso que se repite en una radio que ya nadie escucha, su destino de ser que soñó y que ahora sabe los basurales en que desembocan los sueños. Mejor no soñar, susurra Vargas Llosa, aunque sabe que por lo menos en el fracaso de las ilusiones hay una profunda recuperación humana, el engaño permitirá el viaje hacia la muerte, hacia el autoconocimiento en la muerte”[20].

El fracaso en El Paraíso en la otra esquina
Lo que dice Dorfman es exactamente lo que les sucede a Flora y Paul en El Paraíso en la otra esquina: Ninguno de los dos ha podido ver realizado su sueño, pero su persecución les ha dado a ambos un sentido a sus vidas, que de otro modo no hubieran sido más que un deambular en la mediocridad, en ese estado de renuncia permanente a los proyectos cuya personificación más acabada, en la obra de Vargas Llosa, es Santiago Zavala[21] en Conversación en La Catedral.

Además, los fracasos de Flora y de Paul son bastante relativos. La voz que el narrador interpone entre el lector y los protagonistas le recuerda a Flora, poco antes de su muerte en Burdeos, que su lucha no ha sido en vano: “Pensándolo bien, Florita, la gira no había sido tan inútil. Esa movilización de comisarios y prefectos en las últimas semanas para impedirte los encuentros con los obreros ¿no indicaba que tu prédica iba germinando? Tal vez ganabas más prosélitos de lo que sospechabas. Las reverberaciones que habías dejado a tu paso irían extendiéndose hasta desembocar tarde o temprano en un gran movimiento. Francés, europeo, universal.”[22]

Por su parte, Paul, muere decrépito y casi ciego en las Marquesas, sabiendo que ya no va a encontrar el Paraíso: “Todavía no encontrabas ese escurridizo lugar, Koke. ¿Existía? ¿Era un fuego fatuo, un espejismo? No lo encontrarías tampoco en la otra vida, pues, como acababa de profetizar esa hermana de Cluny, lo seguro era que allá, a ti te hubieran reservado un lugar en el infierno.”[23]
La obra termina recordándonos el fracaso en vida y el éxito póstumo de Gauguin: “No vio ni oyó ni supo que su único epiafio fue una carta del obispo de Hiva Oa a sus superiores, que, con el correr de los años, Koke ya famoso, alabado y estudiado y sus cuadros disputados por coleccionistas y museos en el mundo entero, todos sus biógrafos citarían como símbolo de lo injusta que es a veces la suerte con los artistas que sueñan con encontrar el Paraíso en este terrenal valle de lágrimas: “Lo único digno de anotarse últimamente en esta isla ha sido la muerte súbita de un individuo llamado Paul Gauguin, un artista reputado pero enemigo de Dios y de todo lo que es decente en esta tierra.”

En conclusión, Paul y Flora, pertenecen a un género de fracasados que no han sido vencidos totalmente porque no se han rendido. Forman parte de ese elenco de personajes que, como dice Oviedo, a pesar de sus amarguras, “nos inyectan también cierto entusiasmo ebrio, cierta confianza ciega, hasta cierta admiración por el activo tránsito de sus vidas”, porque “suelen vivir sus vidas con una excitación casi escandalosa, animados por un afán de realización plena, no importa cuál sea su culpa o el grado de su miseria; conocen el dolor y la muerte colmados de sí mismos, en una especie de apoteosis de la energía individual” y, sobre todo, “tratan de ser siempre fieles a sus proyectos y de estar a la altura de sus sueños” [24].

El destino en Vargas Llosa
El hombre enfrentado a fuerzas que le son superiores y que determinan su existencia, ya sea su actitud resignada ya de lucha, es uno de los temas que están presentes en El Paraíso en la otra esquina y en toda la obra de Vargas Llosa. Ello llevó a Luis Harss a calificarlo de “empedernidamente determinista y antivisionario” y a afirmar de su obra que en ella “no hay personas, sino más bien estados de conciencia que se manifiestan sólo a través de las situaciones que las definen”[25]. Por su parte, Oviedo matiza: “Vargas Llosa no les niega a sus personajes la libertad; si en sus narraciones aparecen como arrastrados por fuerzas superiores a ellos, es porque han elegido ya su propio destino, lo han aceptado como un reto: no es la falta de opciones, sino el furioso agotamiento de ellas lo que distingue sus vidas y las sella.”[26]
Respecto a la conformidad de los individuos vargasllosianos con su destino, Oviedo afirma: “Ellos son los que deciden ser en cada momento; el novelista nos muestra como funcionó esa capacidad decisoria en el pasado, y la confronta con la conducta actual del personaje, sorprendido ahora en una situación límite: el punto final de su proceso. Y aun en ese límite, lo frecuente es que el personaje se agite, se niegue a aceptar el fin de las opciones: cuando las fuerzas exteriores los atrapan, estos hombres no se entregan mansamente, sino que se erizan como fieras.”[27] Asimismo, Oviedo enraiza el determinismo de Vargas Llosa en el concepto de “libertad situada” formulado por Jean Paul Sartre[28]. Han abundado en el tema del determinismo vargasllosiano otros autores como Boldori[29], Dorfman[30] o Estabilier[31], aportando a veces una visión de sus personajes como seres resignados, algo que contradicen Flora y Paul, cuyo perfil se ajusta más a la caracterización hecha por Oviedo a partir de la filosofía sartreana. El mismo estudioso recuerda que los “personajes de Vargas Llosa se rozan continuamente con lo trágico y responden con una fe energética, con una terquedad instintiva, con una ambición desesperada”.[32]
Algunos ejemplos del peso del destino sobre los personajes vargasllosianos son: en Los jefes la rebelión estudiantil[33]; en La ciudad y los perros que los dados decidan que Cava robe los exámenes o el hecho de que Alberto se enamore de Teresa a quien va a llevarle una carta del Esclavo; en La casa verde, la ruleta rusa que mata a Seminario; en Los cachorros la emasculación de Cuéllar; en Conversación en La Catedral el accidente que lleva a Zavalita a conocer a su esposa; en Pantaleón y las visitadoras, la orden de sus superiores al capitán Pantoja; en La guerra del fin del mundo, la traición del pistero Rufino, que hace que Galileo Gall se quede sólo con Jurema, su esposa, y la viole; o en ¿Quién mató a Palomino Molero? la orden del coronel Mindreau para asesinar al joven.

El destino en El paraíso en la otra esquina
En El Paraíso en la otra esquina, el narrador y ambos protagonistas nos confirman en numerosas ocasiones, mediante preguntas a las que sólo pueden responder de forma especulativa, que su vida, “el presente, fugaz,” es, como dice Dorfman, “el producto de innumerables casualidades anteriores, paralelas y futuras. Todo momento es un accidente, pero absolutamente necesario una vez que haya ocurrido.”[34]

Sobre cómo habrían podido ser las cosas si esas “casualidades” se hubieran combinado de forma diferente, la voz que se interpone entre Flora y nosotros pregunta: “¿Qué habría pasado si el coronel don Mariano Tristán hubiera vivido muchos años más?”[35] Y, más adelante, afirma: “Qué madeja de coincidencias y azares decidían los destinos de las personas, ¿no, Florita? Qué distinta hubiera sido tu vida si aquella noche, en el pequeño comedor de la pensión parisina donde cenaban los pensionistas no te hubiera dirigido la palabra tu vecino de mesa:”[36]. Y, más adelante, sobre la posibilidad de casarse con Chabrié y vivir en California: “Allí llevarías una existencia tranquila y burguesa, sin miedo y sin hambre, bajo la protección de un caballero intachable. ¿Lo hubieras soportado, Andaluza? Por supuesto que no.”[37] Y luego: “¿Cómo habría sido tu vida, Florita, si te casabas con Chabrié y te ibas a enterrar con él a California, sin volver a poner los pies en Francia?”[38] En relación con sus dos viajes a Londres, especula: “...pensando en aquellas cortesanas de trece, catorce o quince años –una de las cuales hubieras podido ser tú si te raptaban cuando trabajabas para los Spence”[39]
Sobre las consecuencias de los actos en el propio destino pregunta: “¿Te habías arrepentido, Florita, en estos once años de haber jugado en aquel viaje con los sentimientos del buen Zacarías Chabrié?”[40]; y sobre el mismo viaje afirma: “Pero nada salió en aquel viaje como esperabas, Florita. No te arrepentías de haberlo hecho, al contrario. Eras ahora lo que eras, una luchadora por el bienestar de la humanidad gracias a aquella experiencia”[41]. Luego se cuestiona: “¿Empezaste ahí, Florita, en esa hacienda cañera de las afueras de Lima, delante de este caballero limeño afrancesado, esclavista y feudal, tu carrera de agitadora y rebelde?”[42] Y más tarde, sobre su visita a Gran Bretaña añade: “...sin los trabajadores ingleses, escoceses e irlandeses, probablemente nunca hubieras llegado a darte cuenta de que la única manera de emancipar a la mujer...”[43]
Por otra parte, el destino es el acusado como responsable de que las cosas a veces no salgan como Flora las ha previsto: En Montpellier, llega agotada al hotel con ganas de descansar, pero “el destino decidió otra cosa”[44]. Y hay algo más de fatalismo en la aceptación del carácter como determinante de la limitación de las opciones de vida: “Si no fueras como eres, Florita, hubieras podido convertirte en una gran dama”[45]. Otras veces, Flora ejecuta sus opciones sin plan ni razón aparente, como empujada por una fuerza que no alcanza a comprender: “Muchas veces te habías preguntado por qué aquella tarde en vez de reaccionar como lo hubieras hecho si, en vez de Olympia, hubiera sido un hombre el que te besaba de improviso –abofeteándolo, mandándote mudar de esa casa al instante–, continuaste en la reunión, turbada, desconcertada, pero sin enojarte y sin deseos de partir.”[46]
Pero, en cualquier caso, el destino no está sólo, se le opone esa voluntad que hace que Flora no sea un títere sino la prisionera de un laberinto del que intenta salir: “Lo habías hecho, Florita. Pese a la bala junto al corazón, a tus malestares, fatigas, y a ese ominoso, anónimo mal que te minaba las fuerzas, lo habías hecho en estos ocho últimos meses. Si las cosas no habían salido mejor no había sido por falta de esfuerzo, de convicción, de heroísmo, de idealismo. Si no habían salido mejor era porque en esta vida las cosas nunca salían tan bien como en los sueños. Lástima, Florita.”[47]

En cuanto a la vida de Paul, conocemos la influencia que ejercen en él otras personas, pero también sabemos que no se limita a dejarse llevar, actúa: cuando su jefe en la agencia financiera lo despide, reacciona de una forma sorprendente: ”le besaste las manos. A la vez que eufórico, le decías: “Gracias, patron. Usted acaba de hacer de mí un verdadero artista”. Loco de felicidad, corriste a informar a Mette que, a partir de ahora, nunca volverías a pisar una oficina. Te dedicarías a pintar.”[48]
Por otra parte, en varias ocasiones encontramos referencias a la fortuna: la muerte del tío Zizí es considerada “providencial”[49]; su madre, desde un cuadro, le dice “te legué la mala suerte”[50]; en París, “el azar” [51] pone en sus manos un libro que influirá decisivamente su arte; y, en Papeete, confía en que la suerte le traiga buenas noticias.[52] Además, en Tahití pinta un cuervo sin ojos en el cuadro Nevermore[53], como símbolo del destino ciego.
También en la historia de Paul aparecen referencias a lo que hubieran podido ser las cosas: “Así hubiera continuado su vida quién sabe hasta cuando, si, a comienzos de 1901, sus males físicos, que habían amainado por un buen tiempo, no se hubieran abatido de nuevo sobre él”[54]; más tarde, en referencia a lo sorprendente de su transformación en artista, Paul reflexiona: “Bueno, a mí, el vicio este me atacó tardísimo –reflexionó Paul-. Hasta los treinta años no creo haber dibujado ni siquiera un monigote. Los artistas me parecían unos bohemios y unos maricones. Los despreciaba. Cuando dejé la marina, al fin de la guerra, no sabía qué hacer en la vida. Pero lo único que no se me pasaba por la cabeza era ser pintor.”[55]; y, más tarde: “Era agente de Bolsa, financista, banquero- dijo Paul-. Y aunque tampoco me lo crean, lo hacía bien. Si hubiera seguido en eso, tal vez sería millonario. Un gran burgués que fuma puros y mantiene dos o tres queridas.”[56]; finalmente justifica su decisión, también en base a lo que hubiera podido pasar de no tomarla: “¿Sabes una cosa, Ben? Si yo seguía en la Bolsa, hubiera terminado asesinando a Mette y a mis hijos, aunque como al bandido Prado, me cortaran luego el pescuezo en la guillotina.”[57]; en otra instancia usa el mismo tipo de reflexión en relación con la posibilidad que tuvo de convivir con un miembro de ese “tercer sexo” polinesio: “Si en vez de Vaeho te hubieras amancebado con un mahu lo más probable era que lo tuvieras todavía aquí contigo, cuidándote”[58]

En resumen, como he dicho, Flora y Paul viven existencias moldeadas por fuerzas que son ajenas a su voluntad, y son conscientes de ello. Pero su actitud ante la vida no es de dejarse llevar por las circunstancias, sino de tomar decisiones, a sabiendas de que estas también determinan irreversiblemente el curso de su existencia. Son seres libres, pero su libertad es finita, “existe en el acto, no como absoluto”[59].

La familia en Vargas Llosa
En los personajes vargasllosianos la familia, casi siempre su fracaso, es una influencia decisiva. Así lo destaca Estabilier: “En la obra de Vargas, la disgregación de la familia es siempre un elemento fundamental que contribuye a hacer aún más patente la soledad de los personajes. Estos deberán apañárselas en un mundo hostil, donde no hay padre ni madre, y donde todo dependerá de su valentía o de la astucia con la que se enfrenten a la vida.”[60]
Y en esas familias el padre tiene un papel especial, normalmente negativo. Según Williams el del padre es “el demonio personal que más se destaca en su obra”[61]. Una idea que corrobora Boldori: “Los personajes varguianos, proyecciones encarnadas de realidades y deseos, de lo que su creador pudo o no pudo ser, deambulan como héroes asociales castigados por hondos conflictos, entre los cuales la frustración y el problema edípico ocupan lugar de relevancia”[62]
Algunas de las figuras paternas más memorables de la obra de Vargas Llosa son: en La ciudad y los perros el padre putero de Alberto y el autoritario del Esclavo; en Conversación en La Catedral Fermín Zavala; el padre del autor-protagonista de La tía Julia y el escribidor; el incestuoso coronel Mindreau de ¿Quién mató a Palomino Molero?, el don Rigoberto de Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto; y Agustín Cabral, el padre de Urania en La Fiesta del Chivo, donde según Williams aparece también Trujillo como padre de la nación dominicana.[63]
La familia, que ya es determinante en varios de los cuentos de Los jefes, pasa a ser una referencia constante para los personajes de La ciudad y los perros [64] y en Los cachorros es un factor clave para entender el desarrollo de la personalidad de Pichula Cuéllar; en cuanto a La casa verde, merece un estudio aparte porque, como dice Rodríguez Monegal, “casi no hay paternidad en este libro que no plantee algún problema”[65]; en Conversación en La Catedral, la familia Zavala es, por reacción, el motor que mueve la vida de Santiago[66]; en La tía Julia y el escribidor se produce “...el encontronazo directo entre el escritor que quería ser y lo que su familia quería que fuera”[67]; en Pantaleón y las visitadoras, los problemas familiares de los Pantoja tienen un rol destacado en la novela; en La guerra del fin del mundo encontramos a varios personajes que buscan en la fraternidad de Canudos la familia que han perdido o que nunca tuvieron; en El hablador, el señor Zuratas es una presencia que ayuda a explicar muchas de las actitudes de su hijo; en Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto, la conflictiva relación triangular dentro de la familia es el eje de la narración; y en La Fiesta del Chivo, el conflicto familiar se plantea en la propia casa de los Trujillo, entre los Cabral, los Estrella Sadalá...

La familia en El Paraíso en la otra esquina
En el El paraíso en la otra esquina la familia es a la vez culpable y víctima. Culpable por haber determinado la vida de los protagonistas y víctima porque ambos la sacrifican en su búsqueda del Paraíso. Flora Tristán es una hija bastarda no reconocida por la familia de su padre, educada en la sumisión por su madre (que la repudia y traiciona cuando abandona a su marido, André Chazal) y que prácticamente abandona a sus hijos para dedicarse a su cruzada social. Por su parte, Paul Gauguin, huérfano de padre, educado en un internado al que lo envía su madre, la fría Aline, amante de su tutor Gustave Arosa, abandona a su mujer y a sus cinco hijos para consagrar su vida al arte y ni tan siquiera se acuerda de ellos cuando la fortuna le pone un puñado de francos en el bolsillo. En la Polinesia forja otros lazos familiares, pero siempre muy endebles, como apéndices ensamblados para satisfacer sus necesidades, que se pueden descartar cuando estas cesan

La vida forja en Flora una idea clara de lo que no debe ser la familia. Cuando la acusan de atacar a esta institución responde: “No es cristiano que en nombre de la santidad de la familia, un hombre se compre una mujer, la convierta en ponedora de hijos, en bestia de carga, y, encima, la muela a golpes cada vez que se pasa de tragos.”[68] Cuando recuerda su primera maternidad lo hace con una amargura sin matices: “Pero todavía peor que ser copulada, fue quedar embarazada a consecuencia de esos atropellos nocturnos. Peor. Sentir que te hinchabas, deformabas, que tu cuerpo y tu espíritu se trastornaban, sed, mareos, pesadez, el menor movimiento te costaba un esfuerzo doble o triple del normal. ¿Eso las bendiciones de la maternidad? ¿Eso lo que ansiaban las mujeres, con lo que cumplían su vocación íntima? ¿Hincharse, parir, esclavizarse a las crías como si no bastara ser esclavas del marido”[69]
Por eso, en sus sueños de una sociedad más justa también tiene un rincón para la familia: “Imaginó una nueva forma de relación entre las personas, en la sociedad renovada gracias a la Unión Obrera. El matrimonio actual, esa compraventa de mujeres, habría sido reemplazado por alianzas libres. Las parejas se unirían porque se amaban y tenían fines comunes, y, a la menor desavenencia se separarían de manera amistosa”[70]
Por el momento, a la espera de que llegue el día, vemos la desastrosa vida familiar de Flora Tristán, a los ojos de la sociedad “una esposa prófuga y una madre desalmada”[71] que encuentra en los parientes paternos de Arequipa una especie de espejismo de lo que hubiera podido ser de verdad su familia si las cosas hubieran ido de otra manera. El drama familiar de Flora se reproduce en su hija, la madre de Gauguin: “Esa niña sin padre y sin madre debió tener una infancia deprimente. Cuando la abuela Flora se fue al Perú, y se pasó dos años ausente, en Arequipa, Lima y cruzando los océanos, dejó a Aline olvidada donde una señora caritativa...”[72] Una existencia desgraciada, la de Aline, que culmina en los abusos que sufre por parte de su padre, quien “...la hacía acostarse desnuda con él en la única cama del lugar, y, él, asimismo desnudo, la abrazaba, la besaba, se frotaba contra ella, y quería que ella también lo abrazara y lo besara.”[73]
Precisamente, los desastres familiares de Flora y Paul se entroncan en la tragedia personal de la hija de la primera y madre del segundo cuando éste la recuerda: “No su hija Aline –la única de sus cinco hijos con Mette Gad a la que recordaba algunas veces-, sino su madre, Aline Chazal, convertida luego en madame Aline Gauguin, cuando las amistades políticas e intelectuales de la abuela Flora, a la muerte de ésta, ansiosas de asegurar un porvenir a la muchacha huérfana, la casaron en 1847 con el periodista republicano Clovis Gauguin, su padre. Matrimonio trágico, Koke, familia trágica la tuya.”[74]

Gauguin, al rememorar la muerte de su madre, se pregunta sobre su difícil relación: “¿Nunca la habías querido, Paul? No la querías cuando murió, cierto. Pero la habías querido mucho de niño, allá en Lima, donde el tío don Pío Tristán.”[75] Y luego: “...no te quitó el rencor que te comía el corazón desde que, al regresar de Lima, luego de vivir unos años en Orleans, donde el tío Zizí, Aline te dejó allí interno en el colegio de curas de monseñor Dupanloup y se fue a París. ¡A ser amante y mantenida de Gustave Arosa, por supuesto! Nunca se lo habías perdonado, Koke.”[76]
Por su parte, él mismo, Paul Gauguin, otro desastre familiar, en ausencia de su propia consciencia, tiene que recibir las protestas, sin mayor efecto, por cierto, de su esposa: “Desde que volvió a Tahití había escrito a la Vikinga que, apenas vendiera algunos cuadros y tuviera el pasaje iría a Copenhague a verlos a ella y a los chicos. Mette le contestó una carta sorprendida y dolida de que, apenas pisó Europa, no hubiera volado a ver a su familia. La inercia lo ganaba cada vez que le venía a la mente la imagen de su mujer e hijos. ¿Otra vez eso, Paul? ¿Ser de nuevo un padre de familia, tú?”[77]; y, más tarde, “...le llegó una carta furibunda de la Vikinga, desde Copenhague. Se había enterado de la venta pública de sus pinturas y esculturas en el Hotel Drouot, y le reclamaba dinero. ¿Cómo era posible que se mostrara tan desnaturalizado con su esposa y esos cinco hijos suyos, a los que ella, haciendo milagros –daba clases de francés, hacía traducciones, mendigaba ayuda a sus parientes y amigos-, llevaba ya tantos años manteniendo? Era su obligación de padre y marido ayudarlos, enviándoles un giro de cuando en cuando. Ahora podía hacerlo, egoísta.”[78]
En Tahití, recuerda como si se tratara de otra vida: “Yo estaba casado. Y muy en serio. Tenía un hogar muy burgués, una mujer que me llenaba de hijos.”[79]. En la Polinesia se amanceba con chicas casi adolescentes que le hacen más llevadera la existencia y a las que no toma demasiado en serio. Sobre una de sus mujeres, el narrador dice: “Si estaba callada, llegaba a sentir por Pau’ura cierto afecto; era una compañía, una ayuda, y, cuando lo asaltaba el deseo, algo que ahora le ocurría con menos frecuencia que antes, un cuerpo joven, duro, sensual.”[80]
Como hemos visto la familia, el nexo anecdótico de sus dos historias, es, sobre todo, un elemento con un peso decisivo en las vidas de Flora y de Paul. Ambos son en parte el resultado de fracasos familiares y, posiblemente por eso, ambos son incapaces de mantener una familia y hacerla compatible con sus aspiraciones personales. La familia, atrapada, como en toda la obra de Vargas Llosa, “en la red de sus propias contradicciones”[81], es el pasado que nunca fue o el presente que se deja de lado para luchar por los propios sueños.

El sexo en Vargas Llosa
El sexo es otro de los “demonios” omnipresentes en la narrativa de Vargas Llosa, al extremo de permitir a Establier decir que el autor mantiene “lo sexual como elemento central en la vida del hombre, rigiendo su conducta y su destino”[82]. También Oviedo concede a lo escatológico el rango principal dentro de las constantes de la narrativa de Vargas Llosa, al que califica como “especialista eminente” [83] en la materia.
En Los jefes, la sexualidad está presente con especial importancia en Día domingo, donde el desafío entre Miguel y Rubén se produce por la disputa de una mujer, y en El hermano menor, donde una presunta violación es el origen de la tragedia.
En su primera novela, La ciudad y los perros, la sexualidad, “impulso liberador de conflictos subterráneos”[84], de los cadetes, de sus padres y de sus profesores es un elemento básico de su personalidad. Entre los muchachos, la actitud ante el sexo es sobre todo una forma de definirse frente al grupo, de demostrar la virilidad y mostrarse dignos de pertenecer a él, algo que será también una constante en las demás obras del autor (y como negativo de esa hombría aparece ya la homosexualidad, otro tema que se repite en el universo de Vargas Llosa). Las hazañas sexuales, que incluyen la zoofilia, sirven para prestigiarse, para hacerse respetar, y para construir la autoestima, para respetarse uno mismo.
En La casa verde, el prostíbulo da nombre a la obra y marca el tono en el tratamiento que recibe la sexualidad, ya que significa “la instauración de la orgía como elemento reordenador de la vida colectiva”[85] Además de la vida del burdel, en la novela aparecen diversos casos de proxenetismo, violaciones, corrupción de menores, poligamia...
En Los cachorros, la emasculación de Cuéllar, es decir su minusvalía sexual, lo convierte en un ser digno de lástima que es impulsado a convertirse en un paria.
En Conversación en La Catedral, el prostíbulo o “bulín”, vuelve a ser un eje fundamental. Además, en la sórdida vida sexual de los protagonistas está el impulso a muchas de sus acciones públicas. Aparecen dos adolescentes intentando abusar de una sirvienta, un director de gobierno “pornógrafo de dimensiones enfermizas”[86], su querida lesbiana, políticos adúlteros, un senador casado, con hijos y homosexual...
En Pantaleón y las visitadoras, la sexualidad recibe un tratamiento humorístico, pero ello no deja de revelarnos el papel central que le concede su autor, con la prostitución como una de sus vertientes más significativas por cuanto es la prueba de la doble moral que, en la materia, está instalada en nuestras sociedades.
Las revelaciones de la vida íntima del autor y de su primera esposa no son el único ingrediente sexual de La tía Julia y el escribidor, ya que también Pedro Camacho nos transmite, en sus alucinantes, relatos las frustraciones de su fracasada vida conyugal.
Como recuerda Oviedo[87], en La guerra del fin del mundo, a pesar de lo aparentemente alejado del tema principal, el sexo, como realidad o como puro deseo es una de las fuerzas que mueven a los individuos.
En Historia de Mayta, la reprimida homosexualidad de Alejandro marca su carácter y sirve para contrastar la utopía social con la liberación individual.
En ¿Quién mató a Palomino Molero? el incesto es la práctica insana de las endogámicas clases dirigentes peruanas, mientras el prostíbulo (el “bulín”) reaparece como la válvula de escape natural de las pulsiones sexuales del pueblo llano, estribillo que volvemos a encontrar en Lituma en los Andes.
Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto, giran en torno a la sexualidad de un padre, su segunda esposa y el hijo del primero. En la historia real o en las fantasías del trio aparecen el incesto, la pedofilia, el fetichismo, el voyeurismo, la prostitución, la homosexualidad...
Por último, La Fiesta del Chivo es “una novela de truculencia no sólo política, sino sexual. Y como en la mayoría de las novelas del autor, lo que genera o cataliza muchas de las anécdotas no es la política o el poder (como se pensaría en una novela de esta índole) sino los deseos sexuales de los individuos”[88].

El sexo en El paraíso en la otra esquina
En El Paraíso en la otra esquina la sexualidad es el elemento que sirve al autor para establecer la diferencia primordial entre los carácteres de los dos protagonistas y entre las caracaterísticas de las utopías que persiguen: Flora aborrece el sexo y lo considera un estorbo para su causa; Paul no puede vivir sin él, lo contempla como un ingrediente de su creatividad. El Paraíso que sueña Flora suprime los efectos opresores del sexo; mientras que en el de Paul se eliminan las barreras para disfrutar del mismo en plenitud.

El autor no aporta referentes de la adolescencia de Flora que puedan explicar su actitud negativa para con el sexo (salvo el tío Giuseppe, borracho de mano larga que la “ensuciaba con la mirada y, a veces, pellizcaba”[89]). Todo parece venir de su bautismo sexual en manos de su futuro esposo: “A ti, que André Chazal, tu patrón, no todavía tu marido, te hiciera el amor en aquel chaise-longue de resortes que chirriaban, en su despacho del taller no te pareció romántico, bello, ni sentimental. Una asquerosidad, más bien. El cuerpo apestando a sudor que la aplastaba, esa lengua viscosa con aliento a tabaco y alcohol, la sensación de sentirse destrozada entre los muslos y el vientre, le dieron náuseas”[90]
Con el paso del tiempo su vida marital no mejora: “Tú habías copulado, o, mejor dicho, habías sido copulada, cada noche, por esa bestia lasciva, hedionda a alcohol, que te asfixiaba con su peso y manoseaba y besuqueaba hasta desplomarse a tu lado como un animal ahíto. Cuánto habías llorado, Florita, de asco y de vergüenza, después de esas violaciones nocturnas a que te sometía ese tirano de tu libertad.”[91]
Estas experiencias pesarán en su memoria y la apartarán del sexo, con la excepción de sus relaciones lésbicas con Olympia, que se originan de una forma inesperada: “de pronto, te tomó por la cintura, te estrechó contra su cuerpo y te besó en los labios”[92] y truncan temporalmente su determinación de renuncia al placer: “Te había hecho gozar, Florita, sí, mucho”; “Olympia te enseñó que no había por qué sentir miedo ni asco del sexo, que abandonarse al deseo, hundirse en la sensualidad de las caricias, en la fruición del goce corporal, era una manera intensa y exaltante de vivir, aunque durara sólo una horas, unos minutos” [93]. Sin embargo, sus prevenciones contra el sexo le impiden gozar plenamente: “Aunque nunca pudiste evitar, incluso en los días en que fuiste más feliz con Olympia, al entregarte al puro placer del cuerpo, un sentimiento de culpa, la sensación de dilapidar energías, de un desperdicio moral.”[94] Finalmente, decide abandonar a su amante porque tiene “una misión”[95], y posteriormente confirmará ante un pretendiente y amigo esa idea de incompatibilidad de su lucha con el goce físico: “Olvídese de la carne, Escudié. Para la revolución sólo hace falta el espíritu, la idea. La carne es un estorbo”[96].
La única conexión entre su utopía y el placer sexual no es esa, ya que el sexo es uno de los motivos que la llevan a discrepar con Charles Fourier y sus seguidores, en cuyos falansterios estaba prevista la acomodación de todo tipo de perversiones sexuales[97]. Algo que no sucede en su mundo ideal: “En su proyecto de Unión Obrera no había recetas sexuales; salvo la igualdad absoluta entre hombres y mujeres y el derecho al divorcio, el tema del sexo se evitaba.”[98]. Más tarde menciona a Eleonore Blanc, colaboradora a la que llega a desear abrazar y “sentir su cuerpo delgadito”[99] en referencia a su utopía: “En esa sociedad, tú y Eléonore podrían vivir juntas y amarse, como madre e hija, o como dos hermanas, o amantes, unidas por el ideal y la solidaridad hacia el prójino. Y esa relación no tendría el sesgo excluyente y egoísta que tuvieron tus amores con Olympia –por eso los cortaste, renunciando a la única experiencia sexual placentera de tu vida, Florita-“ [100]
Por otra parte una de las “instituciones” sociales que más repugna a Flora es la prostitución, epítome de todo contra lo que ella lucha. Durante sus periplos visita diversos barrios prostibularios, como el de Lyon, donde encuentra a niñas de doce años y se pregunta: “¿Cómo es posible que los hombres se excitaran con estas criaturas puro hueso y pellejo, que no habían salido de la niñez y a las que rondaban la tisis y la sífilis, si es que ya no las habían contraído?”[101] En sus encuentros con trabajadores tiene que defender en diversas ocasiones su postura contraria a la práctica[102]. Y son especialmente significativos sus encuentros con las putas en Marsella[103] y Londres[104] y con las rabonas de Arequipa[105].
Algunas de las otras instancias en las que el sexo aparece con fuerza en la historia de Flora son el malestar que le produce sentirse deseada por el doctor Goin[106], la escena en que el Eunuco Divino se masturba[107], su sospecha de que algunos marinos de Le Mexicano también se autosatisfacen pensando en ella[108] y los ya citados abusos incestuosos de André Chazal a su hija Aline.

Al igual que su abuela, Paul Gauguin también vive un camino de descubrimiento del placer sexual, pero en su caso es un camino sin retorno. “El sexo no había sido importante en su vida en la época que suele serlo para el común de los mortales, la juventud, la era del celo y de la fiebre”[109] y seguía los rituales prostibularios “más por seguir a sus compañeros y no parecer un anormal, que por placer”[110]. “El sexo comenzó a ser importante para él a medida que iba siéndolo la pintura”[111]. Su vida sexual toma un rumbo definitivo cuando, a los 36 años, decide decdicarse a la pintura: “Para entonces, el sexo se había vuelto una preocupación central, una ansiedad constante, una fuente de fantasías atrevidas, de exagerado barroquismo”. (...) “...el sexo fue dominando su existencia, como una fuente de goce, pero, también, de ruptura de las viejas ataduras, de conquista de una nueva libertad”[112].
A partir de aquí ya no se puede comprender su vida de artista sin tener en cuenta su actividad sexual: “Ahora el sexo no era para ti una forma refinada de decadencia espiritual, como para tantos artistas europeos, sino una fuente de energía y de salud, una manera de renovarte, de recargar el ánimo, el ímpetu y la voluntad, para crear mejor, para vivir mejor.”[113]; “Pintar, luego de hacer el amor, con ese olor seminal en el ambiente, te rejuvenecía”[114]. Una idea, a propósito, que no compartía su amigo van Gogh, quein ”estaba convencido de que la energía se le iba en fornicar”[115], pensamiento que curiosamente coincide con el expresado por Flaubert, uno de los “ídolos” literarios de Vargas Llosa, que lo recoge en su estudio sobre el autor francés[116].
Otra forma de conocer la idea que tiene Paul del sexo es ver las referencias a sus mujeres: de la única legal, Mette Gad, se nos dice que “nunca haría el amor como una martiniquesa o una tahitiana, su religión y su cultura se lo impedían. Sería siempre un ser a medias, una mujer a la que le marchitaron el sexo antes de nacer”[117]; de Titi Pechitos que era “una gozadora incansable”[118]; de Teha’amana que era “una fuente inagotable de placer”[119]; de Annah sabemos que “En la cama, era difícil saber si la Javanesa gozaba o fingía. En todo caso, te hacía gozar a ti, y, a la vez, te divertía.”[120]; y, finalmente, de Vaeoho, “una chiquilla de catorce años” sabemos que comprársela a su familia “le costó doscientos francos”[121].
Además, Paul, pornógrafo que atesora una colección de fotos que compró en Port-Said[122], es un hombre que abusa de Judith[123], la hija de sus vecinos, los Molard, que seduce a Louise[124], la esposa de Schuff, uno de sus mejores amigos, y que les hace el amor a dos mujeres, Maoriana[125] y Tohotama[126], en presencia de sus esposos y de sus propias mujeres, Teha’amana y Vaeho.
Existe otro punto en la vida sexual de Paul que sirve de enlace y contraste con la de su abuela: la homosexualidad. Paul, que había asistido en su juventud a la violación en alta mar del joven Junot por parte de sus camaradas y había conseguido ser licenciado “con el trasero incolume como seis años atrás” [127], vive en la Polinesia una experiencia sexual con un nativo, Jotefa, que le permite descubrir que “en el fondo de tu corazón, escondido en el gigante viril que eras, se agazapaba una mujer” [128].

Vemos pues como, tanto en Flora como en Paul, el sexo es, por reacción o por acción, una de las fuerzas que mueven su psicología y su vida pública, algo que se entronca en el conjunto de la obra de Vargas Llosa. Como en otras obras (y otros asuntos), la actitud del autor es antidogmática y nos ofrece más preguntas que respuestas. Nos demuestra que el sexo está ahí, con sus contradicciones, como parte fundamental de ese todo que es la vida humana que pretende captar.

Conclusión
Creo que con esta exposición ha quedado claro que El Paraíso en la otra esquina es una obra coherente con la trayectoria narrativa del autor desde un punto de vista temático. Tanto es así que se la puede considerar un resumen de las anteriores. En mi estudio me he centrado en cuatro temas (el fracaso, el destino, la familia y el sexo), pero en El Paraíso en la otra esquina aparecen otras constantes vargasllosianas, como la religión, los militares, los indígenas y la aculturación. Por otra parte, también en el terreno técnico se puede considerar esta obra como típica de su autor, pero ese deberá ser objeto de otra investigación.

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